Las calles y manzanas que rodean el Palacio de Miraflores, sede del Gobierno de Venezuela, están repletas de hombres armados con fusiles de asalto. Visten cascos tácticos y chalecos antibalas. Muestran sus rostros cubiertos y, aunque varios de ellos no llevan ni uniforme ni identificación, la mayoría porta en el brazo una insignia de la DGCIM, la Dirección de Contrainteligencia Militar. Se trata de una organización con sede en Petare (estado de Miranda), dependiente del Ministerio del Poder Popular para la Defensa, que dirige Vladimir Padrino López, y que, junto al Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional), es una de las más potentes herramientas represoras del régimen chavistas contra los opositores venezolanos a través de detenciones arbitrarias, torturas y trato degradante, tal y como se refleja en informes de Naciones Unidas.
Por Luis Pérez / ABC de España
El despliegue de armas largas, tanquetas y vehículos militares no es extraño para los caraqueños, acostumbrados a vivir en un país completamente militarizado. Sin embargo, resulta novedoso que sea el cuerpo de contrainteligencia militar (unos 1.200 efectivos) el encargado de custodiar las calles, cuando esa tarea ha estado tradicionalmente en manos de la Policía o la Guardia Nacional. Una suplencia de la que se podría inferir que Nicolás Maduro desconfía de las otras unidades para protegerlo de cara a la ceremonia de juramentación presidencial del próximo 10 de enero, tras autoproclamarse vencedor en las urnas sin aportar ninguna prueba. Ese es precisamente el día en el que Edmundo González, ganador de las elecciones del 28 de julio del pasado año, debería tomar el testigo en la Presidencia de Venezuela. Pero en un nuevo giro en la tuerca de la coacción de la dictadura, el pasado viernes Maduro emitió una orden de busca y captura, con una recompensa de 100.000 dólares a quien aporte información sobre Edmundo González.
La avenida Urdaneta, la vía que conduce hasta el palacio presidencial, está cerrada y custodiada por militares. Hasta el 23 de enero –día en que se conmemora la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958–, el chavismo tiene programadas actividades diarias para movilizar a la gente que le queda. Y entre conciertos gratuitos, congresos antifascistas y desfiles de bandas marciales y de motoristas comprometidos con la revolución, el tránsito de la principal arteria vial del centro de la capital venezolana permanece cortado. Varios edificios aledaños, como el del Parlamento o el ente electoral, están vallados y también cuentan con una numerosa presencia militar, impidiendo el paso peatonal.
En el resto de Caracas, la presencia de funcionarios de seguridad es menor, aunque no escasa. El viernes por la noche, una caravana de decenas de vehículos policiales transitó por la ciudad con las luces y las sirenas encendidas. Querían hacerse notar. Un movimiento poco usual para amedrentar a la población, como inusual también fue el anuncio que realizó la misma noche el Ministerio de Transporte: el «cierre parcial», por labores de mantenimiento, de la autopista Caracas-La Guaira, la vía que conecta la capital con el litoral en el que se ubica el aeropuerto internacional. Un trabajo de asfaltado que iba a durar desde este sábado hasta el jueves 9 de enero, en vísperas de la toma de posesión presidencial y ante el inminente regreso de Edmundo González. Posteriormente, dicho asfaltado fue reprogramado del 13 al 18 de enero. Esta es la misma ruta que sirve a los caraqueños para bajar a la playa y suele estar infestada de controles militares y policiales que son bien conocidos, especialmente por los jóvenes, por ser puntos para la extorsión.
La vida sigue
Y, a pesar de todo, la vida ciudadana continúa con relativa normalidad en Caracas, recuperando poco a poco su actividad después de la temporada festiva. Mientras los negocios que aún sobreviven vuelven a abrir, está previsto que los estudiantes regresen a las aulas el 7 de enero. Pero todo el país tiene una sola fecha en mente. «Estamos ansiosos porque termine de llegar el 10 de enero y pase lo que tenga que pasar, aunque eso signifique que no pase absolutamente nada», comenta una vecina de La Candelaria, en el centro caraqueño. «Ya yo estoy mamada (fatigada) de esta situación», sentencia con una mezcla de esperanza y frustración, pues asegura que se ha llevado numerosas ilusiones y desilusiones políticas en los últimos tiempos. «Ya veremos la película del 10 de enero», comenta escéptica, «pero lo cierto es que yo nunca había visto al gobierno tan débil e inestable».
—¿Usted cree que Edmundo González entrará a Venezuela?
—Bueno, comenzó su gira por Latinoamérica, pareciera que por lo menos va a intentarlo.
—Y si la oposición convoca a la calle el día de la juramentación, ¿saldría a manifestarse?
—No, yo ese día voy a estar resguardada en mi casa –afirma, dando por seguro, que para ese momento tendrá su nevera llena, en previsión de que el país vuelva a paralizarse, como sucedió durante los días posteriores a las elecciones presidenciales el pasado 28 de julio.
La represión poselectoral, tal como pretendía el gobierno de Maduro, dejó secuelas en la población, que se siente vulnerable e indefensa ante las autoridades y que no está segura de qué hará en caso de que la oposición haga un llamamiento a las calles.
Disolver concentraciones
Todavía siguen privados de libertad alrededor de 1.800 políticos, a pesar de las supuestas decenas de excarcelaciones que ha anunciado el chavismo, y sus familiares continúan protestando para exigir justicia. Pero lo único que reciben son intimidaciones. El viernes, miembros de la Policía Nacional Bolivariana amenazaron a las madres que desde hace cinco meses piden por la libertad de sus hijos frente a la sede de la Fiscalía. Les dijeron que tenían órdenes de disolver cualquier concentración de personas frente a las instalaciones de cualquier institución del estado y de detener a cualquier participante para, luego, acusarlo de terrorismo y conspiración, según denunció el Comité por la Libertad de los Presos Políticos, criminalizando y violando su derecho a la reunión pacífica.