La larga campaña electoral hace mella. En los candidatos, pero también entre los votantes. El sistema político norteamericano es extenuante, una campaña permanente que dura cuatro años, con subidas, bajadas y picos de locura, pero exigencia permanente. Si lo es para la vicepresidenta Kamala Harris, que formalizó su candidatura apenas en el mes de julio, y tiene 60 años, qué decir de Donald Trump, que en junio cumplió 78 y que lleva inmerso en esta espiral prácticamente nueve años.
No hay nada comparable en el planeta al esfuerzo logístico, físico y mental de intentar ser presidente de EEUU. Según estimaciones de The New York Times, Harris ha tenido 36 eventos de campaña desde el 1 de septiembre, 31 apariciones en los medios, 13 grandes mítines y cuatro citas para recaudar fondos. Esto es, 53 actuaciones sin contar los medios. Pero es que Trump suma 71 eventos y 62 entrevistas, comparecencias o apariciones en televisión. Esto implica un viaje permanente, a veces con tres aterrizajes o despegues el mismo día, a ordo siempre de aviones privados. Dormir, poco, fuera de casa, e intentar no fallar nunca para no ser crucificados.
El dinero
No hay nada tampoco en términos económicos. Las dos campañas, así como sus aliados en los estados en liza, han gastado más de 500 millones de dólares en los últimos 16 días. Las dos bombardean cada día a sus simpatizantes, o a cualquiera que se haya inscrito para participar en un acto, con hasta 15 mensajes de texto pidiendo contribuciones. Con mensajes bipolares, que pasan de celebrar la entrada de dinero después de una aparición en televisión o un mitin, a suplicar donaciones de cinco, 10 o 50 dólares alarmando sobre cómo los rivales tienen más recursos.
Las encuestas muestran una de las carreras más ajustadas de la historia contemporánea. La última grande, la de The New York Times/Siena, muestra un empate prácticamente perfecto, con un 48% de los votantes optando por la líder demócrata y otros tantos por el republicano. La media de todas las encuestas que usa el mismo medio coloca menos de un punto por encima a la vicepresidenta en todo el país, liderando por la mínima en Pensilvania, Nevada, Wisconsin o Michigan. Y a Trump un punto por encima en Carolina del Norte y Georgia y dos puntos por delante en Georgia. Todos ellos conocidos como estados bisagra o battleground, los que decidirán el resultado final.
El cansancio es visible. En las últimas semanas, Trump ha perdido la paciencia y el autocontrol y al final de sus larguísimos discursos divaga, se pierde, lee del propter o como ha hecho en un par de ocasiones, de forma inexplicada, permanece en silencio bailando hasta durante media hora con su música favorita, sin retomar. Su lenguaje es más agresivo, más oscuro. Pinta un Estados Unidos que es como «un cubo de basura», lleno de crimen, inseguridad y violencia. Dominado por bandas criminales de inmigrantes ilegales, que violan a las mujeres cuando no se comen a las mascotas de sus vecinos. Su retórica se ha vuelvo más pesimista, marcada por lo que parece ser un ansia de venganza, según los analistas políticos. Arremete contra los demócratas, pero también contra los republicanos que no se pliegan a su discurso. Insulta a Harris cada vez con más fervor y construye un relato sobre el «enemigo interior», apuntando que el ejército del país, el más potente del planeta, debería y podría ser usado contra quienes sean que formen ese enemigo.
Harris, que ha tenido sólo unas pocas semanas para montar su estrategia, su discurso, sus prioridades, parece no tener un rumbo claro. Es evidente que el efecto sorpresa y la ilusión generada en el votante demócrata tras la salida más forzada que forzosa de Joe Biden se ha agotado ya. No tiene el carisma de Brack Obama en los mítines, ni la fuerza arrolladora de Trump, que a pesar de la fatiga y de la edad está de hecho alargando sus intervenciones, con discursos de más de 80 minutos de media.
El miedo
La campaña de la vicepresidenta intentó al inicio aprovechar esa ola, centrarse en positivo, en la «alegría y la esperanza», hablando de mirar hacia adelante y el futuro y de unir al país. Pero cuando quedan poco más de 10 días para la jornada electoral, ella y su equipo se han lanzado al cuello de Trump, hablando del miedo (fue también la tesis de Hillary Clinton en una entrevista el jueves por la tarde en la CNN), del peligro, de que una persona «fascista e inestable» vuelva a la Casa Blanca. Es complicado vender simultáneamente que Trump es un idiota, ignorante, un millonario egoísta que no sabe lo que dice y el mayor peligro para la democracia y la seguridad del planeta. O por lo meno es complicado que lo compren los que a estas alturas, después de que él haya sido una figura mediática durante décadas, parte de la cultura popular, estrella televisiva y presidente cuatro años, están curados de espantos y no saben por quién inclinarse.
El mayor problema de Harris es el mismo que cuando arrancó: los trabajadores no universitarios, que suponen un 40% del total de votantes. Sobre todo los blancos. Ella lidera ampliamente entre mujeres, entre minorías, entre los licenciados (pero menos entre los hombres). Pero al trabajador industrial, de pequeños negocios, no le convence su mensaje, si es que le llega. Por eso, a la desesperada, flotan nuevas ideas. Josh Shapiro, gobernador de Pensilvania y que fue uno de los nombres que Harris barajó como vicepresidente, recientemente propuso que estudiaran eliminar el requisito de un título aniversario para algunos puestos en las administraciones públicas, y ella lo ha incorporado a su mensaje.
La ironía es que ahora hay poco tiempo para sutilezas, todo está en los detalles. La batalla no está siquiera en los mencionados siete estados decisivos, sino en 20 o 30 condados. El sistema es tan peculiar, que una pequeña mejora, unos pocos miles de votos, en algunos condados escogidos puede dar completamente la vuelta al resultado del Estado y por consiguiente, de las elecciones en general.
Eso explica los movimientos de los últimos días. Trump acudió a una iglesia de una comunidad negra al norte de Atlanta para arañar unos votos y Harris, en su segundo gran mitin en apenas cinco días, llenó un estadio de fútbol con 20.000 personas en una zona de Georgia de gran presencia inmigrante, apenas a 200 metros de una nueva mezquita y con mayoría afroamericana en las gradas. Y por eso el domingo estará en Filadelfia, en Pensilvania (probablemente el estado decisivo esta vez) en barrios latinos y negros, con paradas en una iglesia, una barbería, un centro comunitario y un restaurante portorriqueño.
Pero lo que no explica es una sorprendente decisión: la de ir a Texas, un bastión republicano, este viernes. Allí no van a ganar, y lo sabe. Y en circunstancias normales un demócrata no perdería tiempo, dinero o esfuerzos. Pero hay dos poderosas razones. La primera, la atención mediática. Harris estará acompañada de la artista Beyonce, y eso inevitablemente ayuda a que los medios de comunicación, pero también diversos colectivos y grupos de votantes, estén muy pendientes. Y el hecho de acudir a uno de los estados más conservadores del país, a hablar principalmente del aborto, tendrá repercusión nacional, más que pequeños actos en los estados en juego.
Esa es la lógica de la campaña. Luego está la de la candidata, que cree que tiene que dar la batalla en los lugares más simbólicos. Por eso ha escogido la Elipse de Washington DC, frente al Capitolio, para un acto el martes. En el mismo lugar en el que estaban los trumpistas que el 6 de enero de 2021 asaltaron el Capitolio. No puede haber imagen más clara. Y es lo mismo que hizo anteriormente, como cuando fue a Florida a conmemorar el 50 aniversario de Roe Vs Wade, la sentencia más famosa sobre el aborto que marcó el estándar en el país durante 50 años, hasta que el Tribunal Supremo, con mayoría conservadora por los nombramientos republicanos, le dio la vuelta en 2022. O cuando fue a Tennesseee a hablar de armas.
Con información de El Mundo