El triunfo de Donald Trump ha cambiado totalmente las prioridades de la política en México. Hasta hace unos días la nueva presidenta Claudia Sheinbaum doblegaba los últimos focos de resistencia existentes en la Justicia de ese país, avanzando en el plan heredado de su mentor y antecesor de elegir por votación popular a todos los cargos judiciales. Con ello la hegemonía institucional de Morena se haría absoluta. Pero el pasado martes 5 de noviembre toda esa agenda cambió y desde el otro lado de la frontera norte se asomó el auténtico límite al poder político mexicano.
Contra las expectativas (y esperanzas) la primera presidenta de México tendrá que lidiar, en los próximos cuatro años, con un homólogo en Washington que dispondrá de mucho poder y que viene con una agenda muy agresiva para con su vecino en comercio, inmigración y narcotráfico.
De todas ellas, la más preocupante para el gobierno mexicano y la más fácil de ejecutar es la última.
Para la economía mexicana sería devastador que Trump hiciera realidad su amenaza de subir los aranceles a los productos importados desde ese país. El 83% de sus exportaciones van dirigidas hacia Estados Unidos. Pero, por otro lado, México es también su principal mercado y parte fundamental de la cadena de valor de la industria estadounidense. Además, es el principal cliente de los productos agrícolas de 28 estados de la Unión Americana, en su mayoría republicanos. En otras palabras, Estados Unidos no puede dañar a México sin dañarse a sí mismo.
Algo similar ocurre con el tema de la migración. Aparte del sensible tema de los Derecho Humanos de los migrantes, así como los problemas logísticos que implicarían deportar a millones de personas, de llevarse a cabo paralizaría sectores completos de la economía estadounidense, como la recolección de las cosechas agrícolas y la construcción. Los presidentes Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ya enfrentaron esas amenazas de Trump hace ocho años saliendo bien librados. Una cuestión es la oferta incendiaria en campaña otra cosa es ejecutarla.
Pero el tercer tema es un asunto diferente.
A lo largo de la pasada campaña electoral tomó fuerza en el partido republicano la idea de enviar fuerzas militares a fin de ejecutar o detener a miembros de cárteles del narco, destruir sus laboratorios y centros de distribución en territorio mexicano, sin el consentimiento del gobierno de ese país.
Sería una acción ejecutada por las Fuerzas de Operaciones Especiales (entrenadas para actuar en zonas bajo control del enemigo), relativamente sencilla, menos costosa que las anteriores, espectacular y que, no es aventurado suponer, entusiasmaría a la base electoral trumpista.
Según la versión del ex secretario de Defensa, Mark Esper, el primero que planteó el tema fue el propio Trump. A principios de 2020 le habría preguntado en privado a él, y a otros asesores, sobre la posibilidad de lanzar misiles a México para destruir laboratorios de droga.
Afirma Esper que aquella idea le pareció “algo absurda”. Sin embargo, el asunto no se quedó allí. Actualmente reposan en el Congreso estadounidense tres proyectos de ley preparados por legisladores republicanos en el que se autoriza al presidente al uso de la fuerza militar contra esas organizaciones criminales. Los citados proyectos se inspiran en los poderes de guerra que se le dieron al expresidente George W. Bush antes de las invasiones de Afganistán e Irak. La autorización terminaría al cabo de cinco años, a menos que el Congreso promulgue un nuevo proyecto de ley para prorrogarla. En uno de ellos se designa a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras.
Otra propuesta, promovida por Dan Crenshaw, representante por Texas, autorizaría el empleo de fuerza militar contra nueve cárteles mexicanos, o contra cualquier organización extranjera que el presidente determine de acuerdo a ciertos criterios, o que esté relacionada con el tráfico de fentanilo. Más de 20 republicanos de la Cámara de Representantes la han firmado.
El conocido senador por Carolina del Sur, Lindsey Graham, aliado cercano de Trump, ha llegado más lejos, afirmando que, en su opinión, un presidente podría “bombardear laboratorios de fentanilo y centros de distribución con su propia autoridad constitucional como comandante en jefe, sin autorización del Congreso”. De todas maneras, Graham también ha dicho que la sola presencia de Trump induciría al gobierno mexicano a tomar medidas más agresivas contra sus carteles. “No creo que tengamos que llegar a bombardear laboratorios, México ajustará sus políticas en función de Trump”, afirmó.
Sin embargo, es difícil conseguir a un líder republicano que no se haya plegado al mismo planteamiento, aunque en versiones distintas.
Mientras competía en las primarias presidenciales de ese partido, el gobernador Ron DeSantis de Florida prometió tomar medidas militares agresivas contra los carteles.
Otro precandidato, Vivek Ramaswamy, ofreció: “usar nuestro ejército para aniquilar a los cárteles mexicanos de la droga”; Tim Scott, senador por Carolina del Sur, publicó un anuncio de campaña en el que juraba “desatar” al Ejército estadounidense contra ellos; y hasta la exgobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, afirmó al respecto: “le dices al presidente mexicano, o lo haces tú o lo hacemos nosotros”.
Pero el que más insistió públicamente con el asunto es el ahora vicepresidente J. D. Vance, quien durante la campaña electoral se manifestó una y otra vez en favor de “darle poder al presidente de Estados Unidos” para usar al Ejército y perseguir a las organizaciones del narcotráfico mexicanas.
Curiosamente, muchos republicanos reacios a seguir asistiendo a Ucrania para que se defienda de la invasión rusa, al mismo tiempo son partidarios de la solución militar al problema de las drogas.
Por su parte, este es un tema sobre el cual Trump nunca ha dejado de hablar.
Arrancó este año con un video de propaganda titulado “El presidente Donald Trump declara la guerra a los cárteles”, en el que explícitamente afirma que esas organizaciones criminales transnacionales son una amenaza para Estados Unidos equivalente al Estado Islámico en Irak y Siria. Prometió “desplegar todos los activos militares necesarios, incluida la Marina de Guerra de Estados Unidos”, y “designar a los principales cárteles como Organizaciones Terroristas Extranjeras”.
En una entrevista le dijo periodista Ali Bradley: “Necesitamos una operación militar (…) La gente está muriendo en cantidades que nunca nadie había visto por fentanilo, por intoxicación con fentanilo, que viene a través de la frontera, viene desde China y a través de la frontera y tenemos que detenerlo”.
Por supuesto, este es parte de su estilo, donde la coherencia no es lo que priva. Un día quiere retirar la participación de Estados Unidos en el extranjero y al siguiente amenaza con lanzar bombas a Irán.
No obstante, este es un asunto que en México no se toman a la ligera. Si para algún país del mundo el imperialismo estadounidense no es simple retórica, es allí.
Hace más de un siglo que el Ejército de Estados Unidos no ingresa en su territorio. La última vez ocurrió cuando tropas al mando del general John J. Pershing se lanzaron en una expedición para encontrar y capturar a Pancho Villa, una represalia al ataque de este a la ciudad de Columbus, Nuevo México. La operación se extendió entre marzo de 1916 y febrero de 1917, destruyendo las fuerzas villistas, pero nunca dieron con el mítico bandolero y revolucionario.
Pero esa es solo parte de una amarga historia de injerencia, que incluyó pérdida de la mitad del territorio y la escandalosa participación del embajador Henry Lane Wilson en el golpe de Estado contra el presidente Francisco Madero en 1913.
Más de un siglo después se vuelve a hablar abiertamente del tema en Estados Unidos. Como se sabe, en las últimas décadas se ha desarrollado un gigantesco mercado negro de estupefacientes a lo largo de los más de 3000 kilómetros de frontera común. Pero ha sido el reciente auge del fentanilo lo que ha llamado la atención de la opinión pública estadounidense. Se le atribuye más de dos tercios de las casi 110.000 muertes por sobredosis ocurridas en ese país en 2023.
De modo que la nueva administración Trump parece inclinada a enfrentar un problema de salud pública con acciones militares.
Por su lado, la estrategia de López Obrador de “abrazos, no balazos” para lidiar con la delincuencia relacionada con las drogas ha sido totalmente contra prudente. En los últimos meses la violencia desatada por esos grupos en estados como Jalisco se ha salido de control. También hay que decir que la guerra a las drogas, declarada por los gobiernos anteriores, fue un remedio que terminó siendo peor que la enfermedad.
Cada vez que un cártel fue desmantelado, apareció otro. Los recursos que manejan les han permitido transformarse en organizaciones paramilitares con alta tecnología, en control de importantes zonas de México y una capacidad inmensa para corromper a muchos funcionarios gubernamentales y fuerzas del orden.
Pese a ese cuadro, la presidenta mexicana espera lograr lo mismo que López Obrador consiguió de Trump.
Su predecesor y mentor también se enfrentó a los aranceles y las amenazas de hace ocho años. No obstante, su plan fue muy sencillo, ofreció cumplir el papel de la policía migratoria de Estados Unidos; a continuación, movió a miles de funcionarios policiales y militares, pero no a al Río Bravo, sino a la frontera con Guatemala. Con ello disipó las amenazas y a cambió recibió la promesa de la Casa Blanca de abstenerse de interferir en los asuntos internos de México.
Este será, más que cualquier otro, el principal reto para Sheinbaum en los próximos años.